Se dice que cuando el Virrey
Tomás Antonio de la Serna y Aragón, Conde de Paredes y Tercer Marqués de la
Laguna se encontraba de paso por la ciudad de Puebla de los Ángeles, pidió
un platillo que deleitara su paladar, y fue así que una monja del Convento de
Santa Rosa puso su más grande esmero en un platillo que terminó por cauitvar al
virrey, y hoy en día todos aquellos que lo prueban.
Durante su estancia en la
Puebla de los Ángeles, de todos los conventos y de todos los beaterios, le
mandaron maravillosos platillos para deleitarlo; sin embargo del Convento de
Santa Rosa no le habían enviado nada, dicho convento tenía gran fama
por la maravillosa sazón de la comida que ahí se preparaba, a diario los
criados de las casas grandes se aglomeraban en la portería del convento, con
fuentes de plata o de porcelana, para llevar a sus amos aquellos
prodigiosos guisados de Sor Andrea.

En el Convento de Santa Rosa
estaban muy preocupadas porque no sabían qué platillo le podían ofrecer a su
Excelencia, el Virrey Tomás Antonio de la Serna y Aragón, todas las monjas
depositaron su fe en Sor Andrea de la Asunción, quien poseía una excelente
sazón para preparar deliciosos platillos; sin embargo, no se le ocurría ningún
milagro de aquellos con que sorprendía a toda la ciudad.
Sor Andrea de la Asunción,
la riqueza culinaria
A Sor Andrea se le deben
grandes invenciones en el arte culinaria tales como:
“calabacitas en nogada, el
almendrado de carnero, el salmorejo de carne de puerco, tiernas lechillas de
vaca en blancas cajitas de papel, frijoles refritos de ocho cazuelas, pichones
a la criolla, pichones tapados y los de príncipe enyerbados, con toda una larga
gama de sabores, margaritas encapotadas, fondos de alcachofa al jerez, migas
canas, las empanadillas de afiligranados rellenas de sesos con jitomate, pipián
de almendras y el adobo.”
Las monjas del Convento de
Santa Rosa le rogaban a Sor Andrea que utilizara su ingenio para crear un
platillo digno para halagar al Virrey, ya que ella se había opuesto a que se le
mandara el conejo en arroz que había propuesto Sor Petra, el queso de
huevos y el asado de puerco que dijo Sor Paz, las lonjas con pebre blanco que
indicó Sor Clara, las orejas de vaca rellenas y fritas que propuso Sor Luisa,
las gallinas gachupinas que deseaba Sor Antonia, la angaripola de pies de cerdo
que quería Sor Fermina y los hojaldres fritos con muchos faldellines que hacía
Sor Liberata, y que tan ilustre fama le habían dado a su convento.
Mole poblano la creación de
Sor Andrea
Sor Andrea quería mandar a
su Excelencia un plato exquisito, delicado, en el que estuviera el espíritu de
México en todo su esplendor; pero no hallaba cómo poner ese plato, para
que fuera algo encantador, para el refinado y exigente paladar del Virrey.
¿Qué rico guisado iría a
descubrir Sor Andrea? “El descubrimiento de una vida nueva importa más para la
felicidad del género humano que el descubrimiento de una estrella”, escribe el
maestro Brillant Savarin.
Entró Sor Andrea a la cocina
y pensativa se acercó al fogón, ya estaba a punto de florecer la gracia de lo
maravilloso.
La tarde anterior había
mandado matar Sor Andrea un guajolote que engordaron en el convento con nueces,
castañas y avellanas, que destinaban para guisárselo al señor obispo, en una
bandeja estaban ya cortadas las piezas.
Inspirada, cogió Sor Andrea
un recipiente con chile ancho; de otro, chile mulato; de una caja michoacana,
negra y rameada, sacó chile chipotle y de otra hizo una cuidadosa y una
minuciosa selección de rabioso chile pasilla. Secos y arrugados estaban todos
los chiles y crujían en sus manos como si estrujase las hojas de un viejo
libro.
En una cazuela echó manteca,
y cuando empezó a crujir, los tostó en ella todos revueltos, y en un comal
tostó ajonjolí, revolviéndolo con una cuchara.
Cada granito subía su
esencia olorosa por el aire, y todos juntos la unieron para tenderla en el
convento por encima del perfume de las rosas del jardín y de la sutil fragancia
que emanaban de la capilla doméstica, y de la que fluía de las pequeñas celdas.
De las orcitas talaveranas
del limpio anaquel fue sacando Sor Andrea clavo, pimienta, cacahuate, canela,
almendras, anís y de un tarro tomó unas pulgadas de comino y empezó a moler
todo eso, mezclándolo, en un mortero. Del tibor chino, azul y blanco, en que se
guardaba el chocolate monjil, tomo dos tablillas y las juntó a los ingredientes
que acababa de moler, y el mortero volvió, alegre a tintinear persistente con
un clero repique de campana jubilosa. En otro mortero, machacó jitomates,
cebollas, ajos asados, recogiéndose la manga del hábito para que no se le
quedara en ella ningún avillanado rastro cebollero.

Luego juntó todas las
especies con el ajo, el jitomate, la cebolla y lo mezcló con los chiles y con
unas tortillas duras que sacó de lo hondo de una olla alta, y en seguida empezó
a moler todas aquellas cosas.
Subía y bajaba suavemente el
torso de la monja, palpitándole las blancas tocas al subir y al bajar sobre el
metate la gruesa mano de piedra, metlapille. Ya para crear la masa en espesa
onda bermeja sobre la artes, con el filo de la mano recogía rápida,
subiéndosela con ágil movimiento a la palma volviendo esta hacia arriba, para
ponerla en seguida encima del metate y seguir triturándola firmemente.
Las monjas, en todas esas
operaciones, que eran como repetidas hazañas, la veían estupefactas, con
admiración y la madre sacristana, juntando las manos dijo:
-¡ay, madre mía, y que bien
mole su reverencia!…
Un cándido júbilo de risa
tintinó lozano en las bocas de las otra Sores por la equivocación de la dulce
sacristana… “Madre: muele, muele; no mole, madre por Dios”, repitiendo todas en
coro festivo, y volvieron a derramarse las risas por la cocina, frescas y
claras, en consonancia con los fulgores innumerables de los azulejos.
Hermana Sor Marta, con su
gracioso lapsus linguae que ha levantado tanto regocijo en nuestras hermanas,
le ha dado vuestra reverencia nombre a este guiso que compongo con el fervor
divino. Mole se ha de llamar, aunque también sé que la palabra “mole” en
náhuatl significa salsa o guisado.
En seguida en una cazuela de
barro al calor del fuego manso, en el que previamente se quemó romero y tomillo
para alejar a los malos espíritus, Sor Andrea echó aquella mixtura.
Mole poblano, el platillo
del Virrey
Todo el convento estaba
tiernamente embalsamado de una fragancia nueva, que salía a la calle en ondas
adorables, y la gente que pasaba se deleitaba con el agradable aroma.

De la olla en que con papada
de puerco se coció el guajolote, sacó Sor Andrea varias jícaras de caldo espeso
y vertió en él la magnífica salsa que se estaba friendo entre las voces
suculentas de la manteca, y cuando hirvió bien con ronroneo grave, puso en un
plato de esa salsa fragantísima y con una cucharilla le fue dando de probar a
cada una de las monjas.
Una monja dio un largo ¡oh!
de admiración; otra se quedo inmóvil, con los ojos vueltos hacia el cielo; otra
dijo en su suspiro: “Bendito sea Dios”. Aquel guisado tenía más espíritu que
todos los libros que había en su biblioteca, y desde luego, mucho más que los
largos sermones que les predicaba su capilla, don Antonio de la Peña y Fañe.
Sor Andrea después de
repetir, sonriente, estas leves probadas, echó en aquel encendido salsamento
las piezas de guajolote, gordas, sonrosas y tiernas, y tras de otro hervor para
que se impregnaran de aquella salsa gloriosa, las acomodo en una rameada fuente
de talavera, poniendo en su borde tiernas y frescas hojas de lechuga, y entre
cada hoja colocó un dulce de miel, un rábano en forma de flor y una rodaja de
zanahoria. Aquello era mágico para la vista, después espolvoreo con ajonjolí.
EL Virrey y todos sus
comensales, llegaron con facilidad al arrobamiento con aquel guisado estupendo.
Jamás la boca de su Excelencia había probado nada tan singular y magnífico. El
picor que le enardecía la lengua lo empujaba con avidez a que tomara más y más
tortillas calientes, esponjadas, suavecitas, que echaban vapor. Ese día y
otro día, y todos los días que estuvo en Puebla de los Ángeles pidió que le
enviaran del Convento de Santa Rosa ese delicioso mole de guajolote que le
provocaba grandes emociones en el corazón.
Información
proporcionada en el Museo de Arte Popular Poblano situado en el Ex Convento de
Santa Rosa
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